José Luis Bilbao camina por el paseo marítimo de Getxo con su inseparable perrita Beltza. Avanza contemplando la arquitectura palaciega mientras el rumor del mar sirve de música de fondo para repasar su agenda del día. Le gusta comenzar la jornada a pie de calle, sintiendo el contacto con la ciudadanía, advirtiendo en cada pequeño gesto de los viandantes la crispación o la confianza que depositan en su gestión como simple diputado general de Bizkaia.
El olor a salitre rescata su espíritu aventurero y se imagina cómo habría sido su vida si en vez de dedicarse a la política se hubiera echado el petate al hombro con veinte años. Piensa que quizás se haya traicionado, anteponiendo el bien común a sus propios sueños, sacrificándose sin reconocimiento por un país en vez de buscar su propio camino, lejos de ataduras y balances fiscales. Nunca se ha permitido el lujo de ser egoísta, pero fantasear con una vida ajena al servicio público le mitiga un poco ese dolor que causa la tremenda responsabilidad que soporta.
A lo largo de su carrera ha visto mucho, demasiado. Ha visto a recién licenciados entrar en la función pública con el candor en el rostro y la firme convicción de cambiar las cosas. Los ha visto escandalizarse, más tarde callarse y finalmente justificar las irregularidades. No todos eran capaces de mantener su integridad intacta como él. Tampoco les culpa, sólo unos pocos elegidos poseen unos principios inquebrantables. El hombre es un cerdito con forma de hucha para el hombre, dijo algún sabio. Todos tenemos un precio, y lo más triste es que suele ser sin IVA.
Todo eso lo sabe bien, ha tenido que sobrevivir durante décadas siendo un pez payaso en un acuario plagado de pirañas. Guarda tantos secretos inconfesables que se asombra de su fortaleza y de su altura moral, en ocasiones se pellizca para cerciorarse de que es un simple mortal. Sería tan fácil contarlo todo y dejar que su apacible territorio histórico se convirtiera en un paisaje lunar… Sería tan sencillo para él ser uno más, bajar de su modesto pedestal y mezclarse con la masa, con sus preocupaciones vulgares y sus ridículas rutinas. Son tan afortunados sin saberlo que dan ganas de golpearlos con un palo bien gordo. Darles en la cabeza muy fuerte, muchas veces, muchas, reventarles el cráneo y seguir golpeando hasta que los restos de materia gris salpicaran su corbata roja.
José Luis sigue su camino, Beltza echa a correr y tensa la correa extensible, se para y olisquea una farola, su dueño recoge carrete y prosiguen su marcha. Un hombre se cruza y levanta la mano en señal de saludo. Si este hombre supiera, si supiera aunque sólo fuera una mínima parte…
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