Miles de donostiarras vestidos de soldado napoleónico o de cocinero y tocando fervorosos el tambor. Eso es la tamborrada. Una fiesta increíble que muestra la patria emocional de San Sebastián, única, íntima y tradicional. Una expresión singular y profunda de su inimitable identidad colectiva.
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¿Veis lo que pasa? ¿No? Yo os lo explico. Primero habéis pensado que aquí debía haber un error: no es posible que el autor haya pensado que es atractivo repetir el mismo párrafo tantas veces, por bonito que sea. Y casi seguido os habéis dicho: puff, qué cansino es esto, a ver cuándo acaba de una vez.
Bien, eso es exactamente lo que piensa un forastero medio cuando vive en San Sebastián por primera vez un 20 de enero cualquiera. Que pasa del interés al hastío en un santiamén. De la sincera curiosidad por un evento sorprendente, sentimental y con indudables valores estéticos, al deseo igual de sincero de quemarse a lo bonzo si vuelve a escuchar de nuevo el Iriyarena.
Y el caso es que la fiesta tiene su gracia. Y la melodía de la Marcha de San Sebastián está muy bien. Es pegadiza y tal. Y la letra, bueno, la letra es un poco ridícula, como la de todos los himnos, incluido el del Athletic. El problema es que son veinticuatro horas seguidas de ininterrumpida percusión. Veinticuatro horas escuchando las mismas siete canciones, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, por compañías iguales como fotocopias que se ponen debajo de tu ventana a la soporífera hora de la sobremesa y tocan con un entusiasmo incomprensible los temas que llevamos escuchando durante las últimas dieciséis horas, noche incluida, y los últimos tropecientos años, como si fueran la supernovedad, oiga, lo nunca visto, y como si en su ejecución pudiéramos percibir matices musicales diferenciadores, lo cual es complicado, porque, como digo, el asunto se sustenta básicamente en el aporrear.
Además, tampoco son 24 horas. Son muchas más, porque desde semanas antes ya empiezan los ensayos en toda ikastola, colegio, sociedad gastronómica, club deportivo y asociación de socorros mutuos que se precie. Estás paseando tranquilamente por San Sebastián sin meterte con nadie y de repente escuchas a lo lejos, en algún lugar indeterminado de la ciudad, el inquietante retumbar de los tambores, tan amenazadores como los que, desde la profundidad de la selva, hacían temblar de miedo a las comitivas de la pelis de Tarzán. ¡Joder! ¿Ya? ¡Pero si estamos en noviembre!
Otro aspecto invasivo de la fiesta es el adoctrinamiento. A muchos les parece inconcebible que a sus hijos les lleven a una iglesia en horario lectivo y les echen ceniza en el pelo como nos hacían a nosotros, pero que a niños de tres años les vistan obligatoriamente de cocineros y les hagan tocar el tambor desde un mes antes del día de San Sebastián y les dibujen una equis en el patio de la que no se pueden mover durante la ejecución pase lo que pase les parece una costumbre encantadora. Pues a mí me dan ganas de arrancarme un brazo y pegarme con él. Un padre puede imponerle a su descendiente la camiseta de un equipo de fútbol mediocre y condenarle de por vida a la insatisfacción o, qué sé yo, enseñarle a rezar al dios del viento o a manejar una espada láser para que sepa protegerse de los extraterrestres. Pero en su casa. Clases particulares. No como asignatura troncal. Hace dos años, mi hijo lloraba, paralizado, aterido de frío, abrumado por el ruido y la locura colectiva, en mitad de una exhibición de la ikastola, y no pude hacer nada porque entre él y yo había tres filas de padres arrobados, una cuerda, cuatro andereños en modo perro de presa y un montón de niños que estaban allí porque se lo habían ordenado, y tuve que esperar hasta que acabó el dichoso concierto para rescatarlo.
Luego nos pasan circulares sobre la educación en valores, el respeto al diferente y otras cursilerías por el estilo, pero mis hijos tienen que tocar el tambor por cojones.
En fin, por lo demás, quitando estos detalles fundamentales, la tamborrada está muy bien. Además, podría ser peor. Podría haberle dado a la ciudad por las tracas o las procesiones. En eso las ciudades están un poco a expensas de la suerte que les deparen los sucesos históricos. Uno crece y descubre las patochadas que le corresponde hacer por nacimiento. Cada lugar tiene las suyas. En Bilbao no tenemos nada destacable salvo, tal vez, la horrorosa Marijaia (como no tenemos en herencia ningún evento popular, nos dedicamos a copiar los de los demás y a venderlos como propios: Santo Tomás, final de pelota, Aste Nagusia, lo que haga falta). Aquí ha tocado una tabarra de 24 horas. Pues vale. Me parece un plazo con bastantes inconvenientes. Si fuera una hora, sería una fiesta inofensiva y esta confesión no tendría lugar. Y si fuera una semana entera, tendría mucho más gracia, con batallas de verdad entre falsos soldados y con cocineros borrachos tirados a la entrada de los restaurantes.
Pero como las cosas no van a cambiar, yo tampoco lo haré. El próximo día de San Sebastián me iré de compras a Bilbao. Hay que respetar las tradiciones.
42 Comentarios
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Pozdrawiam i mam nadzieje ze się przydam 🙂
Edit: nie wiem czy dodal sie wczesniejszy post
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