Hace unas semanas estuve en el espectacular montaje de “Sueño de una noche de verano” que se está representando durante todo un mes en Cristina Enea. Como sabéis, no es un teatro clásico que se represente en un lugar cerrado, sino que está planteado al aire libre. No voy a entrar en muchos detalles porque ya conté mi experiencia aquí. Fue una noche muy mágica, algo más que teatro. Una especie de “teatro en vivo” con el que caminas a través de los escenarios. Era como si el parque tuviera una capa de ficción y te olvidases de dónde estabas para entrar en un bosque encantado. Una ficción de estética exquisita que te transportaba, estando al mismo tiempo en el parque real, Cristina Enea, y en un lugar de cuento inventado por Shakespeare. Esto, en algún momento llegó incluso a desorientarme, y también a hacerme redescubrir el lugar. Éramos un nutrido grupo de espectadores embobados que nos movíamos gregarios con una silla en la mano, por donde nos indicaba la ilusión bien articulada de los organizadores.
Fue una gran experiencia de la que creo que la mayoría de los que estábamos allí salimos satisfechos. Desde luego, el eco en las redes así lo indica. Muchas personas lo han podido disfrutar, aunque por las limitaciones de aforo y precio, no ha estado al alcance de todo el mundo. En general se ha alabado la propuesta, salvo alguna reivindicación purista hacia el teatro como formato clásico, o incluso hacia la adaptación libre. Personalmente, la parte de puro teatro, que tenía unos intérpretes excelentes y un texto muy fresco e ingenioso, es lo que menos me interesó. Me ganó de verdad la capacidad de crear una ficción por la que podía transitar.
Ayer volví a Cristina Enea.
Era festivo. El día anterior, el enérgico concierto de C. Tangana en Dabadaba me había gastado las energías. Lo normal habría sido una tarde de sofá y películas, pero la novedad del Pokémon Go, al que llevo unos días jugando, me empuja a salir a la calle. Como sabéis, no es un videojuego clásico, al que se pueda jugar en casa, sino que está planteado al aire libre. Decido ir a Cristina Enea, porque intuyo que habrá buena caza, y porque la temperatura me invita a dar una paseo por el parque. Mientras subo por los caminos serpenteantes del parque me encuentro con los restos diurnos del teatro. Tienen otra dimensión a la luz del día, como si hubieran quedado inanimados a la espera del encantamiento del teatro, las luces y la magia de la ficción.
Sin embargo, en este momento, la capa de ficción del parque está construida de otra manera. En los mismos senderos reales que camino, habitan unas criaturas salvajes, extrañas y absurdas. No son los seres mágicos del bosque de Shakespeare, son los pokémons. De nuevo, el parque toma una segunda significación, y todo se convierte en un gigantesco juego de captura y hasta cierto punto de lucha. De búsqueda del tesoro, de sorpresas. La realidad aumentada hace que lo que sería un videojuego clásico se convierta en una especie de “rol en vivo”, donde la acción transcurre más en el parque que en la pantalla del móvil, que se convierte en una herramienta del juego, y no en la plataforma. En algún momento llego incluso a desorientarme, y también redescubro el lugar. Es gracioso mezclar la realidad con los restos del teatro y con el juego virtual, todo en el mismo lugar.
Acierto con mi intuición de buena caza. Hay tres “pokeparadas” (lugares de avituallamiento) arriba, muy cerca entre ellas. Porque sí, están ahí arriba, aunque solo puedas verlas a través de la magia del juego, están allí y no en otro lugar físico. Cepos en todas ellas, puestas por los jugadores que se concentran en la zona, por lo que hay mucha caza. Así que también formamos un nutrido grupo embobado, jugadores que nos movemos gregarios con el móvil en la mano, por donde nos indica la ilusión bien articulada de Nintendo. Estoy un buen rato, quizá una hora, paseando por los alrededores, subiendo de nivel en el juego mientras los Bulbasaur se mezclan con los pavos reales del parque. Una señora en un banco le explica a alguien que estamos “viendo los pavos y los pokémons”, aunque la mayoría son adolescentes y veinteañeros en cuadrilla. Han venido al parque a jugar en este día agradable de verano, y están concentrados, no arman mucho jaleo. Se les ve divertidos. Yo lo estoy. Personalmente, la parte clásica del juego, que está bien ejecutada y engancha, es lo que menos me interesa. Lo que me gana, como en la obra de Shakespeare, es la capacidad que tiene de crear una ficción por la que se puede transitar.
Pokémon Go puede ser jugado por cualquiera que tenga un smartphone más o menos reciente. Es gratis y sencillo. Mucha gente está pudiendo disfrutar de él. En el parque me cruzo con familias, jóvenes, mayores, todos disfrutando del parque mientras se divierten con un juego que implica cierta complicidad social. Desgraciadamente, no está recibiendo las mismas alabanzas que “Sueño de una noche de verano”:
- Cuando subo a las redes una foto del inusual encuentro de jugadores, hay quién me responde con “HORROR”, así en mayúsculas, como si estuvieran apedreando a los pavos o algo así.
- Me dijeron hace unos días que es el juego más absurdo del mundo. Me pregunto qué juego no lo es.
- Se dice en Twitter que todo esto es una trama del poder para anestesiar a la sociedad. Supongo que hasta hace dos semanas todos estos jugadores estaban en manifestaciones y ONG.
Esto de jugar al Pokémon Go, a juzgar por ciertos comentarios, deber ser algo que propicia la decadencia de los valores de la sociedad occidental. Yo disfruté de este juego de inmersión, de realidad aumentada, como disfruté del excepcional teatro unas semanas antes, de diferente manera y en diferente medida, pero en ambos casos, dejándome seducir por la imaginación de un mundo paralelo al nuestro, a veces loco y absurdo, el mundo de la ficción.
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