Jóvenes que no han matado un oso polar con sus propias manos se están dejando barba. Lo que antes nos servía para identificar a los esquizofrénicos, los indigentes o los catedráticos de derecho ahora no tiene valor alguno. ¿Hasta qué punto una sociedad civilizada puede asimilar un porcentaje elevado de barbudos sin perder su identidad? ¿Es una moda o existe un patrón oculto que une a estas personas? He aquí un intento de entender el fenómeno.
Día 1: soy una roca, una persona estable y madura con las ideas claras. No creo que este experimento afecte a mi manera de ser, a mi forma de pensar o a mis aficiones, pero soy consciente de que estoy asumiendo un riesgo.
Día 3: me voy preparando mentalmente para una dura batalla. Recuerdo un relato de Jack London, trata sobre un boxeador que se deja de afeitar un par de días antes del combate para llegar al mismo con el rostro más endurecido. Esa es la actitud correcta, convertir la barba en mi fortaleza. Utilizar la fuerza del adversario en su contra, de repente me apetece leer El arte de la guerra, no sé muy bien por qué.
Día 4: por la tarde, después de una siesta que retransmito por Twitter, voy a una tienda de segunda mano y vendo mis vinilos de Manowar. Utilizo el dinero para comprarme unos cascos marca Arai y modelo “Dama de Elche”. No percibo nada extraño en mi comportamiento, salvo que hasta hoy nunca he echado siesta y que mataría por mi colección de discos.
Día 6: voy al trabajo en longboard y vuelvo haciendo kitesurf. Todo normal.
Día 7: abro un blog con textos muy largos y muy personales donde hablo de mis relaciones sexuales y de la poca capacidad crítica de los demás para reconocer que son gilipollas.
Día 9: me descargo la versión alfa del capítulo piloto de una serie de ciencia ficción escrita por un tío que aseguran que viajó en el mismo avión que J.J. Abrams.
Día 10: quemo en un descampado mi tarjeta de socio de la Fnac y todos mis cinturones.
Día 12: trato de apuntarme al curso “Fabrica tu propia espada Tizona en un microondas” pero no quedan plazas. Decido comprarme 5 acciones del Eibar.
Día 13: una fuerza irrefrenable me lleva a pedir un vermut tras otro en los bares, sin saber muy bien ni lo que es ni si me gusta. Acabo en una gintonería y tras siete combinados salgo más sereno de lo que entré.
Día 15: creo que he perdido en la barba las llaves de mi flamante Citröen 2 CV tuneado. Buscando un poco, a la altura de la barbilla he encontrado el candado de U que extravié la semana pasada. Por fin podré estrenar mi monociclo fucsia.
Día 17: contacto con unos armenios que se masturban leyendo pasajes de la Biblia. Son gente agradable aunque un poco retraída, me explican con lenguaje no verbal en qué consiste su afición y decido experimentar por mi cuenta.
Día 18: me empeño en poner una maceta con una planta de marihuana encima de la televisión. El hecho de que la tele sea plana no facilita las cosas. Lío cigarrillos con formas curiosas y me tomo una cerveza que ha fermentado en mi propio bidé.
Día 20: decido prescindir de la ropa al considerarlo una forma de opresión, renuncio a la comunicación oral por ser mainstream y me dedico a orinar y defecar en las puertas de las panaderías que utilizan masa congelada.
Día 21: mis padres y mis dos mejores amigos se plantan en mi casa con unas cuerdas y un kit de afeitado. Fin del experimento.
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