Jonan nacía y su padre hacía fotos a olas gigantes con el móvil. En el momento del parto, mientras un celador del hospital le gritaba ¡empuja, cariño! a su madre, su padre se quedaba sin batería. Cuando un móvil se apaga, un nuevo gusano entra en el ataúd de Joseph Pulitzer; al nacer un niño, en las oficinas centrales de Apple descorchan una botella de champán y los trabajadores suelen bromear al oír el ruido del corcho: “Si es del primer mundo será cliente, si es del tercer mundo pronto será compañero”.
La ola de 10 metros destrozó la barandilla del puente del Kursaal en la que estaba apoyado el padre ausente, arrastrándolo por el carril bus con tal violencia que acabó en la planta baja de la librería Hontza. Para cuando llegó la ambulancia ya era demasiado tarde, había salido de la tienda por su propio pie. Los que le vieron abandonar el local aseguran que daba tumbos mientras preguntaba por un enchufe y un cargador con la mirada ausente. Los más observadores indicaron que iba completamente desnudo, como Dios trajo al mundo a su hijo.
El pequeño Jonan dormía, a su lado su madre hacía memoria y recordaba lo rápido que había sucedido todo. La despedida de Asier con su paraguas nuevo, la sorpresa de verse las piernas empapadas, la llamada al taxi, los nervios y los dolores. Había entrado en camilla a la sala de parto y 10 minutos más tarde ya tenía al pequeño en su regazo. Sus padres estaban en camino, pero el móvil de Asier estaba apagado o fuera de cobertura. Trataba de recordar con quién había quedado su novio para ver las olas, pero estaba demasiado cansada y dolorida como para pensar con claridad.
La ola gigante había despojado a Asier de su ropa, pero no de su convencimiento de subir sus vídeos del oleaje a internet. Era consciente de que el móvil que llevaba en la mano tenía oro molido en su interior, quién sabe si miles de likes y de retuits. Tardó en llegar a casa, tuvo que pararse para posar con dos turistas japonesas, una australiana y un madrileño excesivamente cariñoso para su gusto.
Cuando llegó a casa le sorprendió el desorden y las luces encendidas, Edurne no estaba y había ropa tirada en el suelo. Fue al armario a comprobar si la maleta que tenían preparada para el momento del parto estaba en su sitio y su ausencia hizo que el corazón le empezara a centrifugar. Sacó el cargador del cajón, lo enchufó al teléfono, lo encendió, acertó con la clave tras dos intentos fallidos y cuando el móvil estuvo totalmente operativo vio el acceso directo a YouTube.
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