Vivo a menos de un kilómetro de Kortxoenea o lo que queda de ella, justo detrás del reloj de Ategorrieta. No suele ser un destino habitual de mis escarceos culturales, pero de vez en cuando me dejo caer por ahí. La última vez, hará un par de semanas, cuando tocaron los donostiarras Petra. La noticia sobre el final del edificio, en cambio, me pilla bastante más lejos, en Ventas de Irun.
Por suerte no me suele tocar madrugar demasiado y me levanto pasadas las nueve de la mañana. Una de las primeras cosas que hago es revisar Twitter. Mi timeline se llena de mensajes sobre el derribo de Kortxoenea y el hashtag ya célebre de #Kortxoeneabizirik. Me enteró en primer lugar por Lander Arretxea (@larretxea) y luego veo que desde la cuenta de Kortxoenea están informando detalladamente sobre el asunto. Desayuno rápido, me ducho más rápido aún y cojo el tren. A las 10:30 llego a la estación de Ategorrieta y el barrio parece tener el aspecto de siempre, entre burgués, despreocupado y periférico. No llueve y un apacible viento otoñal masajea mi cara. Llego a casa, abro la ventana del salón y enciendo el ordenador. Me siento lo justo para revisar las últimas noticias sobre Kortxoenea. Empiezo a oír cada vez con más insistencia el ruido de las sirenas y un murmullo de fondo que también va in crescendo. Se escuchan nítidamente gritos de «Kortxoenea bizirik!, Kortxoenea bizirik!«. Suena a desesperado himno de resistencia.
Leo que varias personas están realizando una sentada a la altura de la rotonda del Reloj, vamos, al lado de casa. A cinco minutos. Voy para allá. Se me olvida la cámara, pero no quiero perder tiempo y salgo a la calle de todas formas. Unas 20 personas han cortado el tráfico y se está formando una cola considerable. La rotonda conecta con la avenida de Ategorrieta y es uno de los principales accesos a la ciudad desde la variante y la autopista. Llegan los primeros efectivos de la ertzaintza desplegada en los alrededores de Kortxoenea. Sube la tensión. Empiezan los primeros forcejeos y se suceden algunas escenas violentas. Los jóvenes sentados en el suelo resisten como pueden. Se retuercen y se niegan a abandonar sus puestos, pero ya están disolviendo la sentada.
Me arrepiento de no tener la cámara conmigo y vuelvo a casa a por ella. Me entretengo más de la cuenta revisando el mail y haciendo otras cosas que no puedo dejar para más tarde y para cuando regreso todo parece haber vuelto a una extraña normalidad. Al parecer se ha acabado liando una buena. En la cuenta de Twitter de Lander Arbelaitz (@larbelaitz) de quién son el vídeo y la foto de arriba, se informa de que ya hay algunos detenidos, supongo que por desobediencia a la autoridad.
Con todo, aún no he ido a Kortxoenea y ya son más de las 12. Camino por el paseo de Rodil y parece que los decibelios han bajado. No se oyen gritos. No se oye nada. Al llegar a la altura del Gaztetxe cuento unas 8 furgonetas de la ertzaintza aparcadas en fila india a ambos lados de la carretera de Rodil y otros 4 coches. Me parece una exageración y me vienen a la mente la desproporcionada presencia policial que viví en Madrid en las distintas ocasiones en las que se rodeó el Congreso. Hay muchos agentes hablando en corro con aparente tranquilidad. Está claro que lo peor ha pasado. Les pido permiso para bajar las escaleras y acercarme al lugar de los hechos. Para mi sorpresa, amablemente me abren paso, que no hay problema. Desde arriba se aprecian claramente las tarascadas que le ha hecho al edificio el largo brazo amarillo de una excavadora.
Cuando llegó al meollo una docena de ertzainas con la cara cubierta custodian la entrada. Uno de ellos me ve con la cámara y me pregunta si soy periodista. Le digo que sí. Me pide que le enseñé una «acreditación de periodista» y le digo que no la tengo y que, es más, no la he tenido en 12 años de profesión. A cambio le muestro mi DNI y una tarjeta de KULTURALDIA y le digo que soy periodista freelance y editor de una web de cultura y ocio local. Como me temía, no le vale mi respuesta y me invita a marcharme de allí con bastante menos amabilidad que su compañero de Rodil.
No le hago caso. Sigo a lo mío. Me mezclo entre la gente. Hay caras de resignación, pero también de esperanza y de lucha. Hablan de la manifestación que se va a celebrar esta tarde a las 17 horas desde Kortxoenea al Boulevard, se organizan para comer, recogen utensilios, varios entran y salen del edificio con cajas y bártulos de todo tipo. Se culpa principalmente al ayuntamiento y al dueño del edificio, al que acusan de querer especular con el terreno, pero tampoco escapan de sus críticas la ertzaintza, 2016…. Es el final anunciado de cinco años de ocupación y autogestión cultural y es el momento de buscar y señalar a sus responsables.
Entre todos ellos me llama la atención una señora que dobla en edad a la mayoría de veinteañeros que están aquí reunidos. Parece la madre de todos y ejerce, sin pretenderlo, en algo así como de experimentada voz de la conciencia. Se le acercan y le tratan con cariño y respeto mientras apura un cigarrillo de liar. «Lo que han hecho es una salvajada. Entrar como han entrado… ¡como bestias!», me cuenta refiréndose al desalojo efectuado por las fuerzas de seguridad. «Se estaban haciendo un montón de cosas y esta misma semana habían organizado una charla sobre feminismo», relata con tristeza. Aparece un señor, más o menos de su quinta, y se ponen a hablar. Él lleva una camiseta de Stop Desahucios y tiene una pequeña magulladura en la cara. Se preocupa por su herida. «Estoy bien, no es nada», le dice quitándole hierro. La herida abierta esta mañana es otra. Y tiene mucha peor pinta.
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