Me duele Donostia igual que duele una novia a partir del tercer año: por inercia. La sucesión de desdichados acontecimientos sigue en ambos casos un patrón estándar diseñado a golpe de cliché desenmascarado. Comienza con un prometedor encuentro en el que nos embauca el marco incomparable de la Concha bajo el sol, la alta gastronomía en miniatura de sus barras de bar, el indescifrable brillo de su mirada para los mentirosos o la misteriosa tersura de su culo para el 98% restante, y termina con tus maletas en el portal de casa. Pero volver a tu ciudad de origen o buscarte un estimulante nidito de soltero ya no goza de los alicientes de antes. En el fondo reconoces que ni encontrarás una ciudad como Donostia ni follarás tanto como te imaginas.
Los descubrimientos, sean de la naturaleza que sean, acarrean siempre una necesaria reordenación de prioridades y gustos hasta entonces intocables. Y en los casos más traumáticos obligan a deshacerse de las viejas filias. Por ejemplo, a mí me despertaba sincera ternura el ambientillo gerontófilo burgués que se apodera cada media tarde del centro de Donostia hasta que descubrí a las señoras del Príncipe . Y sobre todo, me gustaba el cine hasta que se interpuso la fiesta del cine. Por supuesto, confiaba en mi lógica primitiva según la cual algo bueno unido a otra cosa buena no puede dar un mal resultado (es decir, anchoa rica y nutella rica significa bocadillo fetén) hasta que no supe ver que fiesta del cine + señoras del Príncipe = sangre en los adoquines.
Miércoles 29 de octubre. Sol radiante y 24 grados. 17.05 en la Plaza de San Telmo. Primera sesión en los cines Príncipe. «Relatos Salvajes«. La vida me sonríe incluso al descubrir que en la sala 3 solo quedan libres un par de asientos laterales en la segunda fila. No importa, ¿cómo cabrearse ante un testimonio tan evidente de la exquisita cinefilia de la que hacemos gala por estas tierras? Por delante, dos horas de buen cine latinoamericano. Me sumerjo en tal grado de evanescencia zen que apenas noto los golpes que una ex jugadora de fútbol americano de ochenta años propina incesantemente contra el respaldo de mi butaca. Se apagan las luces. El mundo puede ser un lugar maravilloso.
Diez inagotables y espasmódicas risotadas a destiempo de la quarterback y de una compañera de equipo al otro lado de la sala, cuatro conversaciones en voz alta con vocación de chiste colectivo entre dos adorables abuelas y 40 minutos después ya me estaba replanteando algunos dogmas. El primero, que quizás el mundo podría ser más maravilloso con la legalización universal de la eutanasia activa pasados los 70 años, o por lo menos con un recrudecimiento de la selección natural. La prolongación de la esperanza de vida está sobrevalorada. Antes de que apareciera Ricardo Darín ya me había dado por vencido, se me habían caído al suelo todos los chacras y se me había agudizado la alopecia. Si alguien quiere Propecia que me avise, yo ya lo doy por imposible. Cuando no es la genética son las Supremes de la Bella Easo.
Al salir del cine -seguro que con más canas que con las que entré- me preguntaba a mí mismo si había sido objeto de una simpática performance orquestada por la productora para colocar al espectador en la misma situación de estrés límite que los protagonistas de la película, lo cual habría justificado el uso indiscriminado de unas cuantas 9mm parabellum, que supongo que alguna quedará todavía en la Parte Vieja. Por cierto, hablando del olvidado arte del pim pam pum, me cuentan que en la proyección de «Lasa eta Zabala» de la siguiente sesión se repitió la fiesta de gritos y comentarios que la respetada audiencia tuvo a bien compartir con el resto de los presentes, con un “¡hijo de puta!” como colofón intelectual del debate suscitado a la luz del proyector.
En fin, descartada la hipótesis de la citada performance sádica, la conclusión evidente es que ni Wert, ni el IVA cultural, ni las descargas por internet, ni el streaming han hecho tanto daño al cine como la fiesta del cine. Una paradoja que, en el caso donostiarra, adquiere una escenografía especialmente macabra con involuntaria inspiración walking dead: la de manadas de chicas de oro en incesante peregrinaje durante tres días desde la terraza de la cafetería Avenida XXI hasta los cines Príncipe.
Pero quizás lo de las maduritas locutoras yeyé tan solo sea una irritante consecuencia más de esa autóctona devoción que tenemos en este país por el “gratis total”, da igual que se regalen cebollas, entradas de cine o zurullos de ardi latxa. Si es gratis, o muy barato, hay rebaño entusiasmado con la idea de perder su tiempo en lo que sea que repartirán al principio de la cola. Y de este modo se diluye el interés por lo ofertado en aras de la participación cerril en una iniciativa con fecha de caducidad. Por lo tanto, el éxito de la fiesta del cine está lejos de ser el reflejo de un interés patrio por el séptimo arte. A lo sumo, representa una eficaz alternativa de ocio vespertino para la respetable comunidad de jubilados. Porque para el cinéfilo no es más que una tortura a 2,9 euros y 24 fotogramas por segundo.
Puestos a reubicar prioridades, mi reino por entradas a 7 euros y chicas con el culo moderadamente imperfecto.
4 Comentarios
Sinceramente no soy de ir ni de no ir al cine, pero el articulo es malo de ganas.
Un medio que intenta ser el referente cultural de donosti, tiene que cuidar mas los articulos que publican.
Y eso que soy una persona que se espresa realmente mal
No te pases! Aquí ha habido gente mucho más chunga escribiendo. De hecho éste escribe muy bien, otra cosa es q estemos de acuerdo con lo q dice… Yo soy fan de pagar poco y poder ir al cine, por ejemplo
Hacía mucho tiempo que no leía un artículo tan malo.
Espero que no le dejéis escribir nunca mas.
Me avergüenza ser Donostiarra
gracias.
Ahora me siento menos bicho raro por huir del cine en esos días.