Mohamed y Abdelhadi tienen 22 y 23 años respectivamente. Como la mayoría de las personas que salen en este post hablan castellano correctamente. Vienen del sur de Marruecos, un país en el que las palabras norte y sur trascienden las coordenadas del espacio y guardan un fuerte significado social y político que se remonta al periodo del reinado de Hassan II. Pese a estar en plena edad universitaria, cursan la ESO en Donostia desde hace algunos meses y cuando tienen tiempo libre entran a Koldo Mitxelena Kulturunea, la sede de la biblioteca de la Diputación Foral de Gipuzkoa.
No están solos. Hay muchos inmigrantes. A este mismo edificio, que el año pasado cumplió su 25 aniversario, acceden diariamente unas 30 personas de distintas nacionalidades (muchos africanos, pero también hay latinoamericanos y ciudadanos de Europa del Este) para leer la prensa, conectarse a Internet, ver películas o, simplemente matar el tiempo con sus móviles, como Mohamed y Abdelhadi. Con el carnet de la biblioteca tienes acceso gratuito a todos estos servicios, por lo que muchos ciudadanos con recursos limitados pueden disfrutar de una serie de comodidades sin pagar nada a cambio.
Éste es un espacio público, abierto a todo el mundo. La única norma, como en todas las bibliotecas, es no armar bulla. Todos parecen cumplir está máxima a rajatabla. Bismark , un chico de Ghana de 33 años, está concentrado consultando su portátil. Da apuro perturbar su silencio. «Estoy buscando trabajo», afirma. «De albañil, montador, de lo que sea». Suele venir dos o tres veces por semana. También busca trabajo su paisano Richard; en realidad, la mayoría de los inmigrantes que pasan buena parte del día aquí andan detrás de un empleo. «Busco trabajo, pero hago de todo: leo, estudio, veo pelis…», puntualiza Richard.
«Yo vengo casi todos los días para aprender español», explica el camerunés Ricky Dolvis, de 27 años. La comunidad subsahariana es la más numerosa. Luego están los magrebíes. Hay que subir hasta la fonoteca, en la segunda planta, para poder hablar con algún sudamericano. Allí encontramos a Osvaldo, un hondureño de 38 años, curioseando DVDs. «No sé cuál llevarme», comenta. De repente aparece un señor mayor, un abuelo. «Es sacerdote. Vivo con ellos». Y desaparece con el religioso.
La convivencia entre los inmigrantes que se reúnen habitualmente en el Koldo Mitxelena es buena. No hay ninguna alteración del orden, no hay conflictos. De no ser por su color de piel serían invisibles para el resto de usuarios. Bueno, y por ser los únicos que no saben cómo se llama la que viene a ser su segunda casa. «¿Koldo Mitxelena? No sabía que se llamaba así«, dice sonriendo Mohamed.
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