Una casualidad fabulosa coloca esta semana en Donostia dos películas inspiradas en la obra de uno de los mejores escritores del siglo XX. Desde el viernes (Trueba VO, Príncipe, Urbil, Txingudi), la atmósfera del mundo de Stefan Zweig se puede respirar a través del aroma con el que Wes Anderson ha perfumado El Gran Hotel Budapest. Pero, además, hoy el ciclo Nosferatu sirve un imperdible dirigido por Max Ophüls, Carta de una desconocida, de una naturaleza bien distinta: se trata de una de las declaraciones de amor más vehementes y conmovedoras de la literatura y del cine. Y eso, en dos géneros saturados de relatos amorosos, es decir mucho. (La versión china de este filme, de la directora Xu Jinglei, por cierto, se llevó la Concha de Plata del Zinemaldia hace diez años).
La primera vez que uno lee a Zweig es difícil resistirse al deslumbramiento, ya sea cuando el escritor nacido en Viena descubre al fontanero de la Revolución Francesa (Fouché, el genio tenebroso), se aproxima a la cara b de reinas controvertidas (María Estuardo, María Antonieta) o se atreve a seleccionar las decisiones determinantes a lo largo de la historia (Momentos estelares de la Humanidad).
En la ficción también es sencillo detectar su talento. Si el peso del alma asciende a 21 gramos, el del corazón no debe de superar los 200: la edición de Acantilado de Carta de una desconocida apenas alcanza 60 páginas. Suficientes para hacer una exploración estremecedora de la víscera más delicada del cuerpo humano. Pero quizá El mundo de ayer, un homenaje a la Europa que se extingue (y su efervescencia cultural), camuflada en una intensa autobiografía, es por excelencia de esas obras que despiertan una de las mejores sensaciones que puede provocar una historia: ganas de conocer a su autor, de seguir hablando con él al cerrar el libro.
Las aproximaciones de las películas que podemos/debemos ver tienen poco que ver entre sí, salvo que comparten un protagonista vanidoso, superficial y encantador. Ophüls recrea detalles que no existen en la novela (las citas de los protagonistas, por ejemplo) y omite otros, como el ritual de las rosas blancas, pero la historia de ese amor tan superlativo, encarnado por Joan Fontaine, alcanza en muchos momentos la literalidad respecto al relato que lo inspira. Sin embargo, el director de Moonrise Kingdom, que llegó al universo de Zweig a través de La impaciencia del corazón, otra sobrecogedora expedición al alma, y el propio El mundo de ayer, se limita a absorber su universo estético y ético y armar la trama con detalles de distintas novelas. El guion, como siempre, pertenece a Anderson, pero el cineasta estadounidense reclama la influencia de Zweig hasta tal punto que, además de reivindicarlo en cada entrevista y conferencia de prensa, figura el primero en los créditos, antes que su propio nombre. Es emocionante que seduzca a alguien tan contemporáneo el estilo denso y minucioso, sin concesiones a lo superfluo, de Zweig, al que quizá le ocurrió lo mismo que al conserje de El Gran Hotel Budapest: “Su mundo desapareció antes de que el llegara”.
El escritor que narra El Gran Hotel Budapest (interpretado por Tom Wilkinson, y Jude Law) podría ser un álter ego del propio Zweig si este hubiera sobrevivido a la desesperanza. El novelista y biógrafo remató El mundo de ayer poco antes de suicidarse junto a su mujer, ante el aparente triunfo del nazismo en la II Guerra Mundial. Era 1942.
Junto a Zweig, Anderson manejó otros dos libros cuyas autoras están, curiosamente, vinculadas de algún modo a Zweig: Suite francesa, de Irène Nemirovsky, la escritora rusa que veraneaba en Iparralde, con la que comparte un final dramático que sepulta su fama durante décadas, y Eichmann en Jerusalén, de Hannah Arendt, quien lo atacó duramente. Como explica el escritor César Molina, Zweig, “ese judío que nunca quiso serlo, o que no quería saber que lo era hasta que vio cómo llegaban a su país las olas de antisemitismo”, se declaró siempre apolítico y defendió una idea individual de los judíos como miembros de los países ya existentes en Europa y no asimilados a un Estado judío. Para Arendt, Zweig “en lugar de odiar a los nazis, deseaba simplemente fastidiarlos, y daba las gracias a Richard Strauss por seguir aceptando sus libretos”. “En lugar de luchar guardaba silencio, contento de que sus libros no hubieran sido inmediatamente prohibidos”, censuró Arendt, que lo calificó de «cobarde en los asuntos públicos».
Por esta u otras razones mucho más indescifrables, tras la II Guerra Mundial, uno de los escritos más populares de la época fue relegado, hasta que hace dos décadas su nombre, incómodo para el status quo, fue rescatado del olvido. Esta semana una feliz conjunción nos lo devuelve por partida doble en Donostia. Una oportunidad extraordinaria para leerle a través del talento de otros o de nuestra propia mirada.
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