“Ánimo, lo mejor ha pasado”, decía Ennio Flaiano, el guionista de Fellini. Cierto. Todo lo que hacemos las personas corrientes a partir de cierta edad es tratar desesperadamente de volver a sentir lo que sentimos un día, hace mucho tiempo. La industria de la cosmética y la del ocio viven de ese anhelo. Los niños no necesitan apenas nada para pasárselo bien, y los jóvenes tienen su belleza invencible y los descubrimientos sexuales. Pero el resto buscamos consuelo en el mercado de espejismos. En viajar, en consumir novedades, en comer, en beber, en disfrutar de esas experiencias que nos han dicho que son sensacionales.
Es comprensible no querer asumir que los mejores días quedaron atrás, y que los logros personales y la supuesta sabiduría no compensan ni de lejos el cansancio vital, el deterioro físico, el desencanto de lo real y el recuerdo de los errores y los trenes perdidos, por más que nos traten de convencer de ello Bernabé Tierno y el lobby del optimismo, el entrenador personal de José María Aznar y los organizadores de viajes Kutxabank para mayores de 60 años. Pero la verdad es que hacerse viejo es una mierda y que el tiempo se escurre entre los dedos sin sentido. Como también dijo Flaiano: “Los días inolvidables de la vida de un hombre son cinco o seis en total, los demás hacen volumen”. Es así. No pasa nada. Se reconoce y ya está.
Yo mismo acabo de cumplir 46 años y ya tengo tics de viejo: detesto los cambios, miro hacia atrás más que hacia adelante y me aburro un montón. Pero, mira por dónde, he empezado a pensar que tal vez la edad me ayude a integrarme en Donostia después de todo. Porque aquí los viejos son legión. Y porque la vejez baja las expectativas y aumenta el nivel de conformidad con lo establecido. Justo lo que necesito.
De hecho, últimamente noto cosas extrañas que no había sentido nunca hacia la ciudad. Me empiezo a sentir cómodo. ¿Cómo puede ser? ¿Será que una vez aliviado por estas confesiones veo las cosas con más objetividad? ¿O serán los años?
No exagero. Este verano he visto todos los encierros de San Fermín y sus repeticiones a cámara lenta. He sacado el abono de la Quincena Musical y lo he disfrutado dentro de lo que cabe. Antes de eso había ido al concierto de Springsteen y, durante un momento, allí en la tribuna de Anoeta, pensé que no hay nada mejor que el rock de estadio. Ya soy supermelómano, un entendido. Tengo impulsos incontrolables de participación: alguna de las ofertas culturales del DSS2016 me han interesado vagamente. El Olatu Talka ha “sacudido culturalmente la ciudad” y, oye, a mí un poco también. En general, he estado mucho más animoso en el debate de bar sobre cultura y convivencia: apenas he mirado el móvil. En serio. Y no he bostezado ni nada cuando he escuchado de nuevo que la ceremonia de inauguración de la capitalidad fue una experiencia fallida. A mí esto no me parece normal.
Y hay más. A veces me entra como una ilusión por aprender cosas nuevas y realizarme como ser humano creativo, recreativo y decorativo. Es que incluso he tenido días en los que me he despertado con más ganas de vivir que Martín Berasategui (si ello es posible, ya que soy ontológicamente incapaz de poner el brazo erecto y exclamar “garrote” para expresar mi motivación). Me he dado hasta miedo.
Mis propias opiniones me sorprenden. Me he quejado de las piedras en Ondarreta: es una vergüenza, he dicho, la playa nunca ha estado tan mal como este año. Y me han parecido comprensibles las quejas por el reparto de toldos: la primera línea de playa paga más y se inunda con la pleamar. Es una terrible injusticia. Terrible, terrible.
También me ha enervado que no se haga caso a los socorristas. Si es bandera roja es bandera roja. Las normas están para cumplirlas. He hecho varias fotodenuncias. Hay parques infantiles que necesitan reparaciones. Cualquier día va a ocurrir una desgracia. Me he indignado muchísimo en general, sobre todo a la hora de comer, antes de la siesta.
Empiezo a creer seriamente que Donostia no tiene nada que envidiar a París. Y que los dos bancos que hay en mitad del Paseo de La Concha, junto a la estatua de Chillida, son claramente más evocadores que el del cartel de Manhattan, de Woody Allen.
Me imagino mi jubilación aquí, rodeado de rentistas. Por las mañanas, pasearé en chándal y después iré a un gastro-bar o una tienda-Haute Cuisine-artesanal-autor-gourmet-fusion donde compraré productos gastronómicos a precios astronómicos, a la altura del logro intelectual de sus creadores. Siento que mi universo se reduce y se expande mi refinamiento. Las ocho pastelerías que hay en los 400 metros de la Calle Matia me van pareciendo pocas.
(Y lucharé para que no se mueva una baldosa de sitio. No como en Bilbao, que es una ciudad infantil e impresionable, donde nos han engañado siempre como a niños. Nos enseñan la maqueta de una superconstrucción, nos hablan del orgullo de Bilbao y cogemos el caramelo con una inocencia conmovedora. Así tenemos una autopista de siete carriles que nadie utiliza. Y una incineradora escondida detrás de un monte que cuando el viento sopla del norte lleva al centro toda la porquería cancerígena. San Sebastián, en cambio, tiene una gran madurez y una demostrada necesidad de reflexión senatorial, o senil, o como se diga. Esta ciudad sabe resguardar sus valores)
La vejez acecha, pero estoy en el lugar indicado para soportarla. Aquí los veteranos somos mayoría. Y, lógicamente, solo podemos ir a más. Creo que me toca rectificar y decir que en esta ciudad se está muy bien. San Sebastián es lo más. Menos mal que me he dado cuenta al final. Y con esta idea cierro estas confesiones. Atentamente, me despido. Ha sido un berdadero placer.
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