Mientras un puñado de mujeres potencialmente letales (la criatura interpretada por Madame Isabelle Huppert en ‘Elle’ de Verhoeven, programada ya en las salas más maravillosas de San Juan de Luz, Biarritz y Bayona) tomaban al asalto el Gran Théatre Lumière, palacio de palacios de celuloide, el 49% restante de humanos sobre la faz de la Tierra (los hombres, por si había alguna duda) reivindicaban asuntos propios de apariencia menos importante tal vez pero de mucho sentido y sensibilidad.
En Cannes 2016 ha vuelto a aparecer la falda masculina. No, no sobre la alfombra roja, faltaría más. Eso no significaría demasiado para la liberación del ser resultado de la asociación y combinación cromosómica XY. En las escaleras del Teatro Lumière mientras uno lleve pajarita al cuello, y chaqueta de smoking, de cintura para abajo puede lucir lo que sea (es un decir…). No, lo realmente liberador y portentoso en relación a la prenda que en siglos y milenios pasados lucieron faraones, emperadores, gladiadores, esclavos y profetas es que se veía en los lugares más insospechados o habituales de esa Costa Azul donde aunque no lo creáis no todo es glamour, pompa, esplendor y oropel sino también trozos de pizza orgánica, flores de calabacín fritas o en suave salsa preparadas en los puestos del mercado; el mistral soplando retador desde los Alpes Marítimos, las iglesias entregadas al culto a una santa genial pero vengativa (Santa Rita) y la morería avanzando invencible por las callejas, tiendas y cafés del barrio de la estación de Niza.
Repito, hombres hermosos; salvajes unos, delicados otros vestidos con faldas en los trenes de cercanías que para llegar a la Capital Mundial del Cine atraviesan pueblos poderosamente mediterráneos en cuyas casas de adobe crecen las buganvillas, las rosas de mayo, las hortensias y huele a azahar y lavanda. Recuerdo un joven pero invicto padre de familia acompañado de su hijo luciendo una larga falda de lino negro con una caída espectacular. Llevaba también un turbante exquisito y los tatuajes le trepaban por el cuello y le descendían de los hombros a los nudillos.
Pasaba en Cannes y alrededores donde la clase y el estatus también se miden por los que muestra tu acompañante de alquiler. Mientras la Sarandon y Geena Davis eran homenajeadas fastuosamente porque siempre fueron y serán Thelma y Louise resulta que allá, en Cannes, en la skyline de los hoteles de lujo (olviden el Carlton, el imprescindible es el Eden Rock en Cap d´Antibes) el suculento oficio de escort era ejercido igualmente por cortesanas exquisitas y por gigolós absolutament deseables. Y el mercado no miente: si hay oferta es que existe demanda. Aumenta el número de altas ejecutivas cinematográficas. Y esas hembras ambiciosas y potentes reclaman escolta de lujoso placer para las fiestas imposibles. Eso sí, lo escrito: la o el ‘escort’ ostentoso puede hacer fracasar un negocio.
Todo eso pasó y volverá a pasar entre Ventimiglia (el mayor mecado al aire libre de mercancías falsificadas, perenne lucha a muerte entre las mafias asiáticas y balcánicas), Mónaco (el bar del mercado es un lugar magnífico donde la copa de vino rosé no vale más de 1 euro 50, las mesas son de zinc antiguo y el trozo de pizza autóctona -socca- se compra en el puesto de al lado), Niza (atención a lugares como la Cave Romagnan del 21 de la Rue d´Angleterre donde suena el jazz a todas horas, corre el pastis, alguno de sus clientes llevan ojo de cristal y las damas singulares pueden fumar dentro del local) y el propio Cannes donde pasó todo lo que otros ya contaron.
El Rey Sol volvió a morir en un filme intenso y soberano que huele a decrepitud, a terciopelo gangrenado, a vela mal apagada, a aliento de moribundo: «La mort de Louis XIV» de Albert Serra. Dolan, Winding Refn, Maren Ade fueron amados, odiados, vilipendiados, festejados, aclamados o defenestrados simultáneamente con esa capacidad apabullante que tiene ese festival para matar o morir por trozos de celuloide excelsos y /o putrefactos.
Cannes, imprescindible. Para lo mejor. Para lo peor. Aquí no hay medias tintas. No hay paños calientes. Y el café aquí se dice Nespresso, uno de los grandes patrocinadores de este wannabe intergaláctico en cuyos márgenes las gaviotas picotean la carroña urbana y se pasean entre las terrazas. Se sirven tantos miles de tazas en el Lumière que el último día, el salón efímero del café encapsulado cerró 120 minutos antes de la hora prevista. No quedaba ni un trocito de aluminio. Fue la auténtica clausura de Cannes 2016. Horas después, dijeron, ganó el simple y simplista trabajo de Ken Loach. Mentira, triunfó un puñado de hembras (cromosoma XX) con los ovarios bien grandes y bien puestos: Houda Benyamina y su cuadrilla franco marroquí. Ya lo escribieron en InRocks el día 20 de mayo: ‘On peut arrêter le festival de Cannes: Divines este le plus grand film français de 2016’. Tal que. ¿Para qué más?
No hay comentarios