Empeñados en subrayar la proximidad del mar, muchos olvidan, al enumerar las ventajas de vivir en Donostialdea, la cercanía del monte, sin necesidad de alejarse del núcleo urbano. Es posible que Ulia, el parque natural donostiarra por excelencia, carezca de atractivo para montañeros exigentes, pero para los que disfrutan de un paseo sin necesidad de medir los metros recorridos por segundo, he aquí una propuesta que atesora viajes en el tiempo, una microexperiencia en The Love Boat (Vacaciones en el mar) y pintxos con nombre de folletín californiano.
Las escaleras situadas detrás del centro cultural Okendo marcan el inicio de un camino que se despliega como un libro de historia, o, más bien, como un catálogo de las zozobras que provoca la Historia en las historias redactadas con h minúscula. Las primeras pistas nos llevan a un recién estrenado siglo XX, que se oculta en las huellas del tranvía eléctrico, que unía Ategorrieta con la cumbre del monte, y el teleférico, que vinculaba la última parada del tranvía con la cima. El transbordador, el primer teleférico abierto al público del mundo, sirvió de modelo para el transbordador que el mismo ingeniero proyectó en 1916 en las cataratas del Niágara, que hoy continúa en funcionamiento. No así el artilugio donostiarra, que apenas sobrevivió hasta 1917. La teoría más extendida sostiene que el encarecimiento de la electricidad durante la I Guerra Mundial provocó que decayera su rentabilidad. Otros atribuyen su desaparición a la pujanza del parque de atracciones de Igeldo (inaugurado en 1912), que se convirtió en el preferido de la aristocracia, principal destinataria de estas inversiones extravagantes.
Tampoco fue demasiado utilizada la batería que observamos al enfocar la Punta del Mompás. En 1896, el Pleno de la Junta Consultiva de Guerra decide reforzar las defensas de Ulia para impedir un desembarco por La Concha en el contexto de la guerra de ¡Cuba! Se temía que la ciudad, debido a su elección como destino vacacional por la realeza, fuera atacada por la Marina estadounidense. Obviamente, no fue necesario utilizarlos. En 1936 se dispararon los cañones contra buques sublevados y hoy es un habitáculo muy preciado para las gaviotas.
En el borde de los acantilados retorcemos al límite las posibilidades de la máquina del tiempo: según la placa que figura en la cumbre, los “guipuzcoanos del siglo X” ya oteaban ballenas desde allí. De las condiciones laborales de los vigías da fe un escrito del siglo XVII que menciona un hombre financiado por las pesquerías para dar aviso de la llegada de cetáceos. En el marco (poco comparable) del empeño por convertir Donostia en una arcaica y burguesa Marina d’Or, la atalaya de la peña del Ballenero se vistió de mirador turístico para completar un parque de recreo con restaurante, campo de tenis y tiro al pichón.
Al acercarnos a la peña, se puede tomar a la izquierda el sendero amarillo en dirección a los acantilados; apostar por la derecha para subir a la cumbre, donde están la peña ballenera con la placa y los recuerdos del proyecto burgués; o continuar de frente el sendero Talaia, hasta el Faro de la Plata. Sea cual sea el resultado de elige tu aventura, para completar nuestro plan solo es necesario escoger en el faro el camino hacia San Pedro. Si hemos seguido las marcas rojas y blancas desde Donostia, en hora y media en total habremos llegado a nuestro destino; si escogemos el sendero amarillo, arrimado al litoral, más arduo y hermoso, invertiremos otros 60 minutos. En cualquier caso, sin madrugar se puede alcanzar la meta a la hora del hamaiketako, un excelente acicate.
Porque, bajo el nombre de Falcon, se cobija la poderosa razón para hacer este camino en este sentido y no de San Pedro a Donostia: un panecillo compuesto por bonito, anchoa y guindilla, receta tan sencilla como deliciosa. Su fama ha provocado que muchos ignoren que el verdadero nombre del bodegón es Muguruza Ardoak, frente al popular Falcon Crest. Los más asiduos al hogar de Angela Channing y Lorenzo Lance Lamas recomiendan también los bocadillos de lacón y la empanada. Y si dispone de tiempo y de dinero (no hace falta demasiado, pues la relación entre la calidad y el precio es formidable), en alguna ocasión hay que permitirse sentarse a comer: la ensalada de tomate prepara el camino para un desfile inolvidable de pescado fresco procedente de la lonja de Pasaia.
Si se supera esa tentación, se pueden tantear los tesoros gastronómicos del vecino de enfrente. Para ello, no hay mejor manera que el medio de transporte más entrañable de Gipuzkoa: la motora. Por 0,70 euros se recorren los 100 metros que dividen por mar dos pueblos separados por ocho kilómetros de carretera. En Pasai Donibane el ratio de restaurante por metro cuadrado es suficientemente elevado como para poner en aprietos a los indecisos. Cuando está abierta, la cantina es una opción para bolsillos modestos y amantes del aire libre.
Pero antes de volver a comer, nutramos el espíritu. Desde el embarcadero de Donibane, el mismo lugar desde el que zarpó el marqués de Lafayette con destino a Norteamérica, donde se convertiría en uno de los héroes de la Guerra de la Independencia, unos pasos a la derecha conducen a la casa que habitó otro gran romántico. El escritor francés Víctor Hugo pasó allí una semana en 1843, argumento inapelable para transformar la estancia en un digno museo. Nunca siete días fueron tan bien aprovechados en la literatura y en el turismo. En la habitación del autor que popularizó Hernani como un bandido aragonés, se conservan los libros de Rousseau que le acompañaban en su periplo. En esa estancia recogió sus impresiones e ilustraciones a pluma sobre el lugar, que han llegado hasta nosotros en forma de diario de viaje y correspondencia familiar. El recuerdo podía haberse hecho más imperecedero a través de la luz de la ficción, pues el poeta francés tomó notas con la idea de construir un texto literario, pero la muerte de su hija Leopoldine a los 19 años le arrebató las fuerzas para escribirlo. Nos ha quedado su diario De viaje. Alpes y Pirineos, publicado póstumamente, en el que se ampara una descripción de Pasaia a la que queremos acogernos: “un edén resplandeciente” que poseía “el doble carácter de la alegría y la grandeza”.
1 Comentario
Vaya lujo de paseo, el tramo más espectacular para mi, empieza a la altura del caserío Mendiola, desviándonos por el camino que baja hasta el poblado hippy, donde vive una persona todo el año, se pasa por un túnel de unos 50 metros y llegamos a una zona de acantilados que llega hasta el faro de la Plata.
Una vez pregunté por qué le llamaban Falcon Crest y me dijeron que era porque estaba enfrente de Bonanza (otra serie), la iglesia de San Juan, no me convenció.