LO MEJOR
–El marco incomparable e insuperable de la Zurriola. Uno se atrevería a retar en términos estéticos a cualquier festival del mundo. La combinación de la puesta de sol detrás del escenario Verde, junto con los cubos del Kursaal y la playa es de una belleza aplastante. Un entorno maravilloso para músicos y público. Una gozada.
–El tiempo. En general, hemos disfrutado de sol y temperaturas agradables, requisitos indispensables para sacarle partido al Jazzaldia playero. Con mal tiempo la cosa hubiera cambiado mucho.
–El chiringuito de playa. Como si fuera un infiltrado en la playa entre el omnipresente Heineken, una caseta familiar vendía comida y bebida a precios más razonables que los de la cerveza patrocinadora del festival.
–Echo & The Bunymmen. Que 35 años después de tu primer disco suenes tan potente, fresco y convincente como en los primeros días de tu carrera está al alcance de muy pocos. Tiraron de todos los singles conocidos de los 80, rescataron un himno Britpop («Nothing Lasts Forever») convenientemente mezclado con el «Walk on The Wild Side» de Lou Reed y, en lugar de luna llena, cayó un fino sirimiri cuando arrancaron con «Killing Moon». Espléndidos.
–El concierto de los musiqueros. La propuesta densa post-punk de The Wire no es plato para todos los gustos pero terminó por enloquecer a los melómanos y entendidos musicales. Y eso que les tocó lidiar con el chaparrón de la noche del jueves.
–El premio del público. Lo de Vintage Trouble, en cambio, fue un baño de masas en el escenario principal, el broche de oro a cuatro días de música ininterrumpida. Su líder ejerció de entertainer cantando entre el público, girando sobre sí mismo ¡y subiéndose a la torre de sonido! Un espectáculo de soul y rock para todos los públicos.
SIN MÁS
–El absurdo sistema de precios establecido por Heineken. El botellín (40cl.) costaba 2,5 euros y el «cañón» del mismo tamaño… 4 euros. Consecuencia: el botellín se agotó para el viernes en la caseta de la playa. ¿Error de cálculo?
-El sonido en general fue aceptable en el escenario principal, pero algunos echaron en falta algo más de volumen. Tal vez la peor parte se la llevaron ZA! en el escenario Coca-Cola Light: la música de su alocado show rebotó por todas partes.
-Varias actuaciones combinaron cosas buenas y otras no tanto. Visualmente The Horrors tuvieron mucho punch (las sombras, el juego de luces, las imágenes de la pantalla), pero les faltó algo de variedad. El sensible pop-folk James Vincent McMorrow y el pop moderno y electro de Austra tienen en sus poderosas y evocadoras voces un arma de doble filo: son sus sellos de identidad, pero pueden acabar cansando.
LO PEOR
-Que el fenómeno se repita en el resto de festivales no exime la crítica: ya vale de arrojar colillas, botellines, vasos de plástico y restos de comida a la arena. Falta civismo.
–Más silencio y menos cháchara. Han abundado las frívolas conversaciones a un volumen más alto de lo que sería conveniente. Son muy molestas.
–La grada de la zona VIP. Aparte de que supone un privilegio para unos pocos afortunados… dos preguntas dirigidas al público que anda por allí. ¿De verdad mola ver un concierto desde un lateral? ¿A cuántos de los que se congregan por ahí les gusta realmente la música del grupo que están viendo a un palmo de sus narices?
–Un mito en horas bajas. Todas las canciones que sonaron en el soleado atardecer del miércoles (desde la inicial «I need you» hasta la despedida con «Waterloo sunset») dan fe de que Ray Davies alumbró con The Kinks una discografía maravillosa a la altura de los Beatles, The Who o los Stones. Pero 50 años después del seminal «You Really Got Me» haría bien en darse un respiro y colgar la guitarra. Para algunos fue entrañable. Para otros fue un pobre karaoke, una apresurada clase de desafinado inglés británico, el pálido reflejo de un hombre muy mayor y desapacible -a disgusto con la ciudad, hasta con la marca de la cerveza- que parecía salido de uno de los celebritys de Joaquín Reyes. Una verdadera lástima.
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