La planta baja del Kursaal es un enjambre de largos pasillos, salas y cuartos de todo tipo. Faltan algo menos de 30 minutos para que la Mahler Chamber Orchestra, una de las estrellas de esta edición de la Quincena Musical, salte a escena. Se palpa una calma tensa, como la de un equipo de fútbol que afronta un partido crucial. Hay emoción, nervios, risas esporádicas y hasta una chica que no puede reprimir las lágrimas. Todo el mundo está expectante ante la actuación de esta noche, la segunda consecutiva de la MCO tras la jornada inaugural, esta vez acompañado por el coro Andra Mari.
Pero al mismo tiempo, todo parece estar bajo control. La rutina de las grandes citas también funciona de un modo mecánico. Las dos chicas de producción se intercambian las últimas instrucciones en su salita de trabajo. En el backstage, que también se conoce como Hombro de escenario, los músicos de la orquesta afinan individualmente y en grupos reducidos; algunos violinistas quietos como estatuas, otros soplando sus instrumentos de viento mientras caminan. Beben agua, charlan, ensayan.
Lo curioso es que hay varios mundos dentro del subsuelo del Kursaal. A tan sólo unos metros, pero alejados por completo del ajetreo que rodea a la orquesta, se encuentran las dos costureras de la Quincena. Relajadas, custodian el vestuario que da color al certamen. Cada pieza está convenientemente etiquetada con nombres y apellidos. Entre otros muchos, aquí están los trajes y vestidos de la ópera «Tosca» de Puccini y del espectáculo flamenco de Sara Baras. Hay auténticas joyas.
¿Dónde estará el coro Andra Mari? Finalmente damos con el nutrido grupo de voces en la última sala al fondo del pasillo. Todos escuchan atentamente las explicaciones de su director sobre la obra de Mozart que van a interpretar esta noche: «Hay momentos hermosísimos», subraya. Saldrán después del interludio. De momento se mantienen en un segundo plano. Su momento aún no ha llegado. Visten de riguroso negro.
Ahora faltan diez minutos para que comience el show. Un suspiro. Vuelta a la planta principal. La gente comienza a llenar la sala del cubo grande. Llegan el alcalde, Eneko Goia, y el diputado de Cultura, Denis Itsaso, mezclados entre la muchedumbre. Hay clara mayoría de mujeres y de personas de edades avanzadas pero también entran algunos jóvenes que hemos visto en la cola de la taquilla haciendo uso de la Ordu Gaztea; la oferta con la que la organización pretende captar a público menor de 30 años a 3 euros la entrada. Prima la vestimenta informal, a lo sumo alguna americana y poco más.
Desde la megafonía avisan hasta tres veces de que el concierto va a comenzar. El cubo está prácticamente lleno. Hace calor y el público se abanica con el programa.
Aún queda tiempo para volver a bajar y ver cómo desfilan los músicos. Ahora, sí: ya no queda nada. 1 o 2 minutos. Los segundos más largos del día. Se cuela una luz tenue por una rendija. Abren la puerta de acceso al escenario. Y, por fin, van saliendo de uno a uno -en un ritual que también recuerda al de los eventos deportivos- todos los músicos. Al otro lado les espera la primera ovación cerrada de la noche.
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