Un hombre camina por la calle. Va distraído en sus pensamientos, mirando hacia delante pero sin ser consciente de lo que le rodea. Solo le preocupa que llega algo tarde. Ha pasado tantas veces junto a ese hotel que su cerebro no cree necesario registrar su presencia. Y de repente, sin saber por qué, un flashback interrumpe sus pensamientos violentamente. Gira la cabeza bruscamente a su derecha, como si tuviera la certeza de que ahí debería estar la taquilla de los cines Astoria, pero claro, no está. Hace tiempo que ya no está. Y en un momento le han asaltado decenas de recuerdos que le obligan a parar, como si ya no conociera el camino.
La primera vez que vio aquella sala 3, abrumadoramente roja, exageradamente reclinada. Parecía una sala que hubieran traído del futuro. Quizá la trajo el temible T-1000 cuando pasó por allí. Recuerda la sala 1 y se pregunta si era tan grande o es el recuerdo idealizado. Ha seguido andando y llega a la tienda de Chuches Chus que sorprendentemente sigue ahí, a pesar de que ya no hay espectadores para comprar. Recuerda la entrada y la excitación esperando para ver una gran película. Recuerda experiencias tan dispares como “El fugitivo”, “Crash” (la de Cronenberg, la buena), o alguna concha de oro durante el Zinemaldia. Recuerda el primer cine con aquella chica, en aquella tonta película en la que Jim Carrey se peleaba con una vaca. Ve las puertas, ve las colas. Rememora las palabras de Doc a McFly, que también pasaron por allí, y se da cuenta que, como decía él, está pensando en cuatro dimensiones.
Decide que ya no tiene tanta prisa, y que lo que le urgía puede esperar. Sigue paseando hasta Illumbe, para seguir pensando en cuatro dimensiones. Allí se da cuenta de que no es solo un juego con su vista, que hay más sentidos en juego. Casi puede oler los nachos. Aquellos cines parecían una embajada americana. Todo estaba pensado a lo grande. Las pantallas, los asientos, los espacios. Sin embargo, lo que le viene a la mente es una película pequeña: “La cosecha de hielo”, de Harold Ramis. Y también siente un escalofrío. Duda de si es el fantasma travieso del recientemente fallecido director, o si su piel recuerda lo realista que fue aquella sesión de “hielo” con el problema de frío que tuvieron aquellas salas en su recta final. Era un cine de palomitas y entretenimiento, sí, pero también recuerda un ciclo de Kubrick en aquellas pantallas grandiosas, y por supuesto, también el festival.
Se aleja de allí, sumido en recuerdos que le llevan a otros recuerdos. Sin saber como, se queda mirando las puertas de un casino. Sí, sus pies le han llevado hasta lo que fue el Petit Casino. Lo recuerda pequeño, aunque para los parámetros actuales, no estaría mal. Claro, hay que tener en cuenta que fue el primer multicine de Donostia, en los ochenta. Recuerda alguna mala película y alguna buena experiencia.
Un último paseo le lleva hasta el otro lado de lo Viejo, y como una conexión mal ajustada, en su mente provoca intermitencias la situación de la entrada del Príncipe, a un lado y al otro del edificio. Donde estaba y donde está. Al menos, uno que no ha cerrado. Extraña que tan cerca estuviera el cine Miramar. Queda más lejano en el tiempo pero recuerda una gran sala en la que se podían mezclar “Los Gremlins” con “Kramer contra Kramer” o incluso las películas de Louis de Funes.
Vale, puede que ese hombre paseando por la ciudad no haya existido realmente. Puede que, en parte, fuera yo. Incluso puede que fueras tú. Incluso en parte puede haber colaborado algún veterano. Los recuerdos asociados a un cine caído son complejos. Por un lado está ese aspecto fantasmagórico de la memoria que resucita lugares que ya no existen; pero, en el caso de un cine, estos recuerdos se entremezclan con otros que nunca llegaron a existir. El recuerdo de vivencia en el cine y tu experiencia dentro de la película. La ficción y la realidad recuperados en la memoria exactamente al mismo nivel. Uno se siente como ese niño de “El último gran héroe”, fascinado por la magia de la gran pantalla. Aquella película no la vi en Donostia.
Yo crecí en Irun y me doctoré en ciencias del espectador en el cine Avenida. Me identifico perfectamente con la experiencia de aquel chaval. Por aquel entonces, los cines solo tenían una sala, grande, poco práctica. El Avenida era viejo, antiguo si se quiere. Cuando entrabas tenías la sensación de que estabas asistiendo a un momento importante. Daba igual que la película fuera “El funeral” de Abel Ferrara o “Barb Wire” con Pamela Anderson. Debía ser importante. La última proyección fue “Celebrity” y, por supuesto, no me la perdí. Parecía que Woody Allen hubiera rodado en blanco y negro para honrar el final de nuestro cine. Al cerrar, una etapa importante de mi adolescencia cerró con él.
Pero no pondremos un “The End”, permitidme volver a citar “Regreso al futuro”: aquí pondremos un “To be continued”. Porque nacen nuevos cines, porque otros se renuevan, porque la digitalización nos permite la flexibilidad para ver sesiones en versión original. Aún nos quedan muchas experiencias que vivir en nuestros cines.
3 Comentarios
Y en su día se abrieron los cines de Garbera…
Y un poco antes de llegar al Astoria estaba el Rex, y en el Centro mismo, el Amaya… Y en Gros el Savoy (magnífico)…
Cagontodo, qué nostalgia.
En Errenteria en aquellos maravillosos años llegamos a tener tres cines como la copa de un pino: El posterior Batzoki, el On-Bide (que reabrió mucho tiempo después), y el Reyna (que frecuenté mucho más que los otros y del que tengo mis primeros recuerdos cinéfilos, con Bud Spencer, los Teleñecos, y Arma Letal)
Recuerdo también el viejo Astoria, antes de ser multicine, sí, yo estuve allí…
Joder, qué tiempos. La leche, qué nostalgia.
¡Hay que hacer una secuela! En Irun también estaba el hermano pequeño del Avenida, el Bidasoa:)