El museo San Telmo ha sido históricamente el clásico museo de ciudad que conocen mejor los turistas. Igual es porque siempre estuvo ahí, a mano, en plena Parte Vieja de la ciudad, y no llama la atención como coger un avión, ir hasta Florencia y entrar a un museo. O porque, seamos sinceros, la historia del pueblo vasco contada desde un convento plagado de estelas no es el mejor plan del mundo un sábado por la tarde. Por eso, antes de la atrevida rehabilitación de 2011, algunos habíamos ido sólo de pequeños, con el colegio o cogidos de la mano de la ama, y como mucho nos acordábamos del mítico gigante de Alzo y poco más.
Gracias a su reforma ha ganado puntos. En esencia se mantiene toda la singularidad del museo, como es lógico, pero se descubre uno nuevo, al menos uno más excitante, vanguardista y, finalmente, interesante. Quizás tampoco es para tanto. O sí. Toda nuestra visita se concentra en un lateral que puede pasar inadvertido a ojos del resto. Para llegar a nuestro punto de destino, primero debemos sortear la exposición temporal sobre el asedio, incendio y reconstrucción de San Sebastián. La dejaremos a la derecha. Y una vez en el claustro nos dirigimos a las escaleras que conducen a la segunda planta, justo donde un cartel nos indica “Despertar de la Modernidad”.
Giramos a la derecha y ahí está: el pasillo de unos 20 metros de largo y 2 de ancho que celebramos su existencia. Lo primero que llama la atención es la surrealista combinación que se agolpa en nuestros sentidos. Por un lado, desde alguna parte sale la voz de “Massiel” y su “La, La, La”. Pero nuestras miradas están puestas en algunos emblemáticos carteles del Rock Radical Vasco: Kortatu, Barrikada Eskorbuto…
Lo cultural, se mezcla continuamente con lo social y político. La gracia consiste en contarnos los últimos años de dictadura y lo que llevamos de democracia desde una visión libre e interconectada. Muchos de los movimientos sociales (ecologismo, feminismo, antimilitarismo) y cuestiones políticas de los 80, por ejemplo, tenían un claro reflejo en los grupos de música más emblemáticos de la época. De ese mismo periodo son algunos carteles sobre la construcción de la central de Lemoiz, que tuvo que sufrir varios atentados de ETA. En 1984 se paralizarían definitivamente las obras.
La historia de Euskadi y España se van superponiendo. Además de varios recortes de prensa de la Transición sobre el papel que jugaron los medios, hay una televisión que emite emblemáticas imágenes, como la de un Felipe González ganador de las Elecciones Generales de 1982. Al mismo tiempo, se nos recuerda el boom vasquista que se vivió en aquellos años: se materializó en la expansión de las ikastolas y en un incremento de los movimientos a favor del euskera, como la carrera Korrika. En 1980, la Universidad de Bilbao pasó a denominarse Universidad del País Vasco.
En el proceso de Transición también se subraya el terrorismo “sangriento” de ETA durante los años 1979 y 1980, así como el de los asesinatos de grupos de extrema de derecha. Los años de plomo.
De los años 60 y 70 destaca el espacio que se le otorga a la guitarra de Mikel Laboa y al grupo vanguardista Ezdokamairu que formó junto con otros grandes músicos como Benito Lertxundi, Xabier Lete y Lourdes Iriondo, entre otros. Popularizaron la txalaparta y pusieron en marcha el montaje Baga-biga-higa. También se menciona al grupo Gaur, representante del nuevo arte vasco, y entre los que estaban Chillida, Basterretxea, Oteiza y Zumeta, entre otros.
Lo más espectacular de la mini exposición permanente lo encontramos al final. Los años 60. De una vitrina de cristal salen las canciones populares que se oían desde el fondo. Ahora toca “Mi Carro” de Manolo Escobar. Hay un tocadiscos vintage y singles originales de los Beatles, Rolling Stones, Los Bravos y los Mustang. Al otro lado del cristal se impone precioso un 600 blanco matrícula Vitoria.
Esto es todo. La historia de Euskadi y España desde los 60 hasta finales de los 90 contada en un estrecho pasillo de un museo que cuenta con 26.000 piezas (LINK) inventariadas. Una gota en un océano que rompe con el tradicional tono del San Telmo. Y un recordatorio final: merece la pena detenerse en las láminas de Wim Wenders, Tapies y Penagos de la tienda del museo. Tampoco las esperabas encontrar ahí.
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