Desde el principio de los tiempos, el azúcar ha redactado unas cuantas líneas de nuestra historia, algunas necesariamente almibaradas y otras curiosas, casi siempre sabrosas. Del entusiasmo desbordado de Las mil y una noches (“¡Oh pasteles! ¡dulces, finos y sublimes pasteles; enrollados con los dedos! ¡Vosotros sois la triaca, el antídoto de cualquier veneno! ¡Nada me gusta tanto, y constituís mi única esperanza, toda mi pasión!”) a la desabrida respuesta que supuestamente brindó María Antonieta (Stefan Zweig desmintió que fuera ella). La réplica atribuida a la reina de origen austríaco cuando le explicaron que el pueblo no podía comer pan (¡pues que coman pasteles!) supuso su involuntaria contribución a la Revolución Francesa.
Meme Harsich y Virginia Molini no obligan a elegir: brindan pan, pasteles y casi lo que uno desee desde su pequeño refugio en Gros. Ambas estudiaron cocina en Buenos Aires. Harsich cruzó el océano para hacer prácticas en el restaurante de Martín Berasategui que entonces se ubicaba en el Kursaal. “Yo trabajaba en una ¿mutual? y pedía una excedencia de tres meses: dos para las prácticas y uno para recorrer Europa durante un mes. Me ofrecieron trabajo y renuncié al viaje… Después me ofrecieron más. Mi familia no estaba preparada para que me quedara. Tenía un trabajo que terminaba a las dos y los fines de semana libre, pero a mí lo que me gustaba era la cocina”, resume Meme. Casada con un vasco, ya nada le “mueve” de aquí, aunque la nostalgia la visita “siempre”. “Pero la cocina no está tan reconocida ashá como lo está acá, ahora un poco más”, explica.
En uno de los pisos compartidos con otros estudiantes de cocina, se reencontró con Virginia, que ha trabajado también en Alicante y Sevilla. En plena crisis, después de dos años de preparar tartas y postres en casa para amigos, para amigos de los amigos, y finalmente para los amigos que les generó el boca a boca (o el boca a papila gustativa), tras consolidar su autoestima repostera, se hicieron la pregunta que tarde o temprano todo el mundo se hace alguna vez: ¿por qué no nos lanzamos?
El pasado junio abrieron en el barrio en el que residen desde su llegada, en el número 19 de Gran Vía, Meyvi (las dos primeras letras de sus nombres que se asemejan a la pronunciación fonética de ‘quizás’ en inglés…). Ese quizás se ha ido despejando con el tiempo. “Los principios fueron difíciles”, admiten. Ahora solo hace falta irse a tomar uno de sus deliciosos cafés para comprobar el trasiego que provocan sus brownie de chocolate, sus alfajores y sus coquitos de dulce de leche, las tartas de queso, plátano y nueces, el bizcocho de yogur griego, y también sus postres para diabéticos.
“Intentamos que el cliente se lleve siempre algo diferente y si podemos le armamos una tarta en el momento, con chocolate, vainilla, merengue o fresa”. Su pastisserie, de aire afrancesado, con recortes del periódico Clarín y tazas de Julio Cortázar, es pequeña, apenas cuatro taburetes y una barra para apoyar los cafés. Su tamaño es la principal razón de que no se sirva el imprescindible mate, porque “hace falta espacio para tomarlo” como marcan los cánones. No obstante, han encontrado un modo de introducirlo: como infusión. En verano mandan la limonada y el café helado.
Su oferta culinaria la forjan ingredientes y recetas de aquí y de allí, de acá y de ashá, y el componente especial, como reza el sello con el que estampan sus bolsas de papel: hecho con mogollón de amor. Lo único que no es de elaboración propia son los cruasanes (traídos de Francia, y que no desmerecen en popularidad con las creaciones de la casa). “Yo os conocía porque os veía llevar las tartas a El Cafetal. Me ha costado encontrarlo pero lo he conseguido, mi hermana me ha dado la pista”, aseguraba una cliente triunfante el pasado domingo.
El local debe de tener alguna alianza secreta con los buenos olores: antes era una perfumería, ahora los aromas que lo habitan despiertan los jugos gástricos. De su antepasada han aprovechado el armario y el aparador que han reciclado junto a otros objetos para dar a la pastelería un aire alegremente vintage. La idea de los papeles de periódicos argentinos cubriendo los bajos de las vitrinas lo tomaron prestado de una cafetería de Buenos Aires. “Nos gustó el efecto… y nos dolían los brazos de pintar –confiesa Virginia-. Acabamos recansadas”.
A la fama que han adquirido el sabor de sus productos solo puede equipararse la simpatía de sus dueñas, que saludan con cariñosa cotidianeidad a los clientes. Para los que sufren sentimiento de culpa también tienen receta: “La mejor manera de liberarse de la tentación es caer en ella”.
4 Comentarios
Yo estuve el otro día en la tienda y sí que es linda con postres ricos, pero las dos argentinas que lo llevan me parecieron antipáticas, falsas. Parece que han olvidado su origen ultramarino y van de supernormales donostiarras antidiferentes. Bueno, en Argentina creo que tampoco falta falsedad, como en tantos sitios.
En el título y el subtítulo está mal el nombre del comercio: es Meyvi, no Meivy.
Corregido, gracias 🙂
A mí el del logotipo me recuerda más a David Bowie que a Cortázar.